RECORDANDO ENCUENTROS CON HOMBRES NOTABLES – GURDJIEFF

RECORDANDO ENCUENTROS CON HOMBRES NOTABLES – GURDJIEFF

El príncipe Yuri Liubovedsky


Entre los hombres notables que conocí, uno de los más ex-traordinarios fue el príncipe ruso Yuri Liubovedsky.
De mucha más edad que yo, durante mucho tiempo fue el mayor de mis compañeros y mi más íntimo amigo.
Nuestro encuentro en el camino de la vida, y los estrechos lazos que nos unieron durante muchos años, tuvieron como causa lejana e indirecta un acontecimiento trágico, que otrora había destrozado su vida familiar.
En su juventud, cuando era oficial de la Guardia, el príncipe se enamoró profundamente de una joven bellísima, cuyo carácter corres-pondía al suyo; y se casó con ella. Vivían en la casa del príncipe, en Moscú, en la calle Sadóvaia.
Cuando nació su primogénito, la princesa murió en el parto. El príncipe, buscando un derivativo para su dolor, se ocupó primera¬mente de espiritismo, esperando así entrar en comunicación con el espíritu de su amada difunta; luego, sin darse cuenta él mismo, se acre¬centó su interés por las ciencias ocultas y más generalmente por la bús¬queda del sentido de la vida.
Hasta tal punto se interesó que cambió por completo su género de vida: ya no recibía a nadie, no iba a ninguna parte y, encerrado en su biblioteca, estudiaba sin descanso ciertos problemas relativos al ocultismo, que lo apasionaban.

Un día en que estaba absorto en sus lecturas, un anciano desconocido vino a molestarlo mientras trabajaba. Con sorpresa de toda la casa, lo recibió al instante y se encerró con él en la biblioteca, donde tuvieron una larga conversación.
Poco después de esta visita, el príncipe salió de Moscú y pasó desde entonces casi todo su tiempo en África, en la India, en Afga¬nistán y en Persia. No volvía a Rusia sino muy pocas veces cuando era indispensable y sólo por breves estancias.
El príncipe, que era muy rico, consagraba toda su fortuna a sus investigaciones, organizando expediciones especiales a los lugares donde pensaba hallar una respuesta a sus interrogantes. Vivió mucho tiempo en ciertos monasterios y conoció a muchas personas que se interesaban en los mismos problemas que él.
Cuando lo encontré por primera vez, era ya un hombre de edad madura, y yo no era más que un jovenzuelo. Desde ese día, y hasta su muerte, mantuvimos constantes relaciones.
Este encuentro tuvo lugar en Egipto, al pie de las pirámides, poco después de la época de mi viaje con Pogossian.
Regresaba yo de Jerusalén, donde había ganado dinero haciendo visitar las curiosidades de la ciudad a los extranjeros, especialmente a los rusos, a quienes daba las explicaciones usuales. En una palabra, me había convertido en guía profesional.
Apenas llegué a Egipto, decidí ejercer allí la misma profesión. Hablaba muy bien el griego y el árabe, así como el italiano, indispen-sable entonces a todo europeo.
En pocos días había aprendido todo cuanto un guía debe saber, y con una pandilla de pilluelos árabes, me di a embaucar a los turistas ingenuos.
Diestro ya en este tipo de ejercicio, me había convertido en guía a fin de ganar el dinero necesario para lo que había decidido empren¬der. Debo decir que mis bolsillos no estaban exactamente «rellenos» en esa época.
Un día, un ruso me tomó como guía. Supe después que era el pro-fesor de arqueología Skridlov.
Una mañana, cuando íbamos de la Esfinge a la pirámide de Keops, lo interpeló un hombre apenas entrecano, que lo trató de sepul¬turero y, muy regocijado por el encuentro, le preguntó cómo estaba. Entre ellos hablaban ruso; mi patrón, sin saber que yo también habla¬ba ruso, se dirigía a mí en italiano bastardo.

Se sentaron al pie de la pirámide. Me instalé no lejos de ellos, de suerte que, mientras comía mi churek, seguía claramente todo lo que decían.
Rápidamente comprendí que aquel hombre era un príncipe. Entre otras cosas preguntó al profesor:
—¿Es cierto que usted se obstina en atormentar las cenizas de individuos muertos hace mucho tiempo, y que colecciona toda clase de trastos viejos sin valor alguno, con el pretexto de que alguna vez fue¬ron utilizados por un pueblo cualquiera para su vida estúpida?
—Qué quiere usted —replicó el profesor—; por lo menos es algo real, tangible, y no una cosa inasible como ésas a las que usted ha con-sagrado su vida, en vez de aprovecharla a fondo como el hombre rico y lleno de salud que es.
—Usted busca una verdad inventada antaño por algún loco ocio¬so. Lo que yo hago tal vez no traiga nada de satisfactorio para la curio-sidad, pero a la larga, si se desea, puede llenar los bolsillos.
Así hablaron durante largo rato. Luego mi patrón quiso ir a ver otra pirámide y se despidió del príncipe, después de haberle dado cita en las ruinas de Tebas.
Debo decir que durante mis horas libres andaba por todos esos lugares como un poseído, llevando en las manos mi mapa del antiguo Egipto, con la esperanza de encontrar, gracias a él, una explicación de la Esfinge y de algunos otros monumentos antiguos.
Varios días después del encuentro del profesor con el príncipe, estaba yo sentado al pie de una pirámide y reflexionaba, con el mapa desplegado delante de mí.
De pronto, sentí que alguien se inclinaba por encima de mí.
Doblé precipitadamente el mapa y me volví; era el hombre que había interpelado a mi patrón, el profesor Skridlov, delante de la pirá-mide de Keops.
Pálido, y muy conmovido, me preguntó en italiano dónde había conseguido ese documento.
Por su cara y por el interés que demostraba por ese mapa, se me ocurrió que podía ser el príncipe de quien me había hablado el sacer-dote armenio en cuya casa había, a escondidas, copiado el mapa. En vez de contestar a su pregunta, le pregunté a mi vez en ruso si él era quien había querido comprar un mapa a cierto sacerdote…
—Sí, de hecho, yo soy -dijo. Y se sentó a mi lado.
Entonces le conté quién era, cómo estaba ese mapa en mi poder y cómo ya había oído hablar de él.
Empezábamos a trabar conocimiento.

Cuando se hubo tranquilizado, me propuso acompañarlo a su casa en El Cairo, para poder seguir a placer nuestra conversación.
A partir de ese día, el interés que teníamos en común creó entre nosotros un verdadero lazo de unión, y seguimos viéndonos frecuente-mente. Nuestra correspondencia no debía interrumpirse jamás.
Durante todo ese período realizamos juntos varios viajes a la India, al Tibet y a varios lugares del Asia Menor.
Nuestro penúltimo encuentro tuvo lugar en Constantinopla, donde el príncipe tenía una mansión, en Pera, cerca de la embajada de Rusia, y donde paraba de vez en cuando por bastante tiempo. Este encuentro se efectuó en las circunstancias siguientes: regresaba yo de La Meca en compañía de derviches bukarianos con quienes había trabado conocimiento, y de varios peregrinos sartos que retornaban a su país.
Quería ir de Constantinopla a Tbilisi, pasar por Alexandropol para ver a mis padres y luego ir a Bujara con los derviches.
Pero mi imprevisto encuentro con el príncipe me obligaría a cam-biar todos mis planes.
Al llegar a Constantinopla, supe que nuestro barco no zarparía antes de seis o siete días. Esa espera de una semana me resultaba de lo más fastidiosa. Quedarme así, ocioso, de brazos cruzados, no tenía nada de particularmente agradable.
Decidí pues aprovechar esa demora para ir a Brusa, a casa de un der¬viche amigo mío, y visitar al mismo tiempo la famosa Mezquita Verde.
Paseando por la orilla, en Gálata, resolví ir a casa del príncipe para lavarme y cepillarme, y para ver a la simpática Mariam Badyi, vieja encargada armenia del príncipe.
Según su última carta, éste debía de estar ya en Ceilán; así pues me sorprendió mucho saber que estaba aún en Constantinopla, y que hasta se encontraba en su casa.
Como dije, nos escribíamos a menudo, el príncipe y yo, pero no nos habíamos visto desde hacía dos años y fue una grata sorpresa.
Mi salida para Brusa quedó postergada. Hasta renuncié a mi pro-pósito de ir directamente al Cáucaso, pues el príncipe me pidió que acompañara a Rusia a una joven, cuyo encuentro lo había obligado a postergar su viaje a Ceilán.
Ese mismo día fui al hamman, y una vez listo, cené con el prínci¬pe. Me habló de sí mismo y me contó muy ardientemente y en forma muy vivaz la historia de la joven a la que debía acompañar a Rusia.
Como esa historia es la de una mujer que, a mi parecer, llegó a ser nota¬ble bajo todos los aspectos, me esforzaré no sólo en escribir detalladamente

el relato del príncipe Liubovedsky, sino que hablaré también de lo que fue su vida luego, basándome en todo lo que pude saber y observar en el curso de mis encuentros con ella. Tanto más cuanto que el manus-crito original que había consagrado al relato minucioso de la vida de esa notable mujer, bajo el título de Confesión de una polaca, quedó en Rusia con una cantidad de manuscritos cuyo destino me es, hasta el día de hoy, totalmente desconocido.
Vitvitskaia
El príncipe comenzó así su relato:
—Hace justo una semana, estaba listo para viajar a Ceilán en un barco de la Dobrovolny Flott y ya estaba a bordo.
»Entre los que me acompañaban, figuraba un agregado diplo¬mático de la embajada de Rusia. Durante la conversación, me llamó la atención sobre un pasajero, un respetable anciano: ¿Ve usted a ese hom¬bre? ¿Quién podría suponer que es uno de los grandes traficantes en la trata de blancas? Y sin embargo, es la verdad…
»La cosa había sido dicha de paso. Había mucha gente en el barco, numerosas personas habían venido a saludarme y como me importaba poco el anciano, olvidé completamente esas palabras.
»E1 barco se hizo a la mar. Era de mañana, el día estaba claro, me encontraba sentado en el puente y leía. Cerca de mí saltaba Dyek1.
»Pasa una joven encantadora que empieza a acariciar a Dyek; luego le trae azúcar. Pero sin mi permiso Dyek no acepta nada de nadie. Veo que él me mira de reojo. ¿Se puede o no se puede? Hago un movimiento de cabeza y le digo en ruso: puedes, puedes.
»La joven también hablaba ruso; así pues, hablamos. A la pregun¬ta de costumbre: ¿Adonde va usted?, contestó que iba a Alejandría como ama de llaves de la familia del Cónsul de Rusia.
«Mientras hablábamos, el anciano que me había señalado el agrega¬do diplomático de la embajada apareció sobre el puente y llamó a la joven.
»Cuando se fueron, recordé de pronto lo que me habían dicho
respecto a ese personaje, y el hecho de que conociera a la joven me
pareció sospechoso. ¦
1 .- Dyek era el perro del príncipe, un foxterrier que lo acompañaba a todas partes.

«Reflexioné y busqué entre mis recuerdos. Conocía al cónsul en Alejandría y por lo que podía recordar, no necesitaba ninguna ama de llaves.
»Mis sospechas aumentaban.
»Nuestro buque debía atracar en muchos puertos. En la primera escala, en los Dardanelos, mandé dos telegramas: uno al cónsul de Rusia en Alejandría preguntándole si necesitaba un ama de llaves, el otro al cónsul en Salona, donde debíamos hacer escala. Luego partici¬pé mis sospechas al capitán.
»En suma, al llegar a Salona tuvimos confirmación de mis sospe-chas y comprendimos que esa joven había caído en una trampa.
»La joven me pareció simpática. Resolví salvarla del peligro que la amenazaba, llevarla a un lugar seguro y no salir para Ceilán antes de haber arreglado algo para ella.
«Salimos juntos del barco, y ese mismo día subimos a bordo de otro que regresaba a Constantinopla. Apenas llegados, quise mandarla a su casa, pero me dijo que no tenía a donde ir. Por eso me vi obliga¬do a esperar en este lugar.
»Su historia es bastante extraordinaria. Es polaca, nacida en el dis-trito de Voljinie. Pasó su infancia no lejos de Kovno, en la propiedad de un conde de quien su padre era administrador.
»Eran dos hermanas y dos hermanos. Al haber perdido a su madre en la primera infancia, habían sido educados por una vieja tía.
»Tenía catorce años y su hermana dieciséis cuando murió el padre.
»Uno de sus hermanos estudiaba entonces en Italia; quería ser obispo. El otro era un verdadero pillo; un año atrás se había fugado del colegio y decían que estaba escondido en algún lugar de Odesa.
»A la muerte del padre, las dos hermanas y la tía tuvieron que abandonar la propiedad, puesto que debía venir a instalarse un nuevo administrador, y se establecieron en Kovno.
»Poco tiempo después, la vieja tía murió a su vez.
»La situación de las hermanas se hacía difícil. Aconsejadas por un pariente lejano, liquidaron sus bienes y se fueron a Odesa, donde entraron en una escuela profesional de costura.
»La joven Vitvitskaia era muy bella, y al revés de la hermana mayor, muy frivola. Tenía numerosos pretendientes. Entre ellos había un viajante de comercio que la sedujo y la llevó a San Petersburgo. Al reñir con su hermana mayor, reclamó su parte de la herencia.
»E1 viajante de comercio, en San Petersburgo, le quitó toda su for-tuna y desapareció, dejándola sin ningún recurso en esa ciudad extranjera.

»Tras muchas luchas y vicisitudes, llegó al fin a ser la querida de un viejo senador. Pero éste pronto tuvo celos de un joven estudiante y la despidió.
«Entonces fue presentada a la «respetable» familia de un doctor, que la empleaba de una manera muy original con vistas a aumentar su clientela.
»La esposa del doctor la había encontrado en el jardín frente al teatro Alejandro, se había sentado al lado de ella, y la persuadió de que fuera a vivir con ellos. Luego le enseñó a ejecutar la maniobra siguiente:
»Debía pasearse por la perspectiva Nievsky y, cuando se le acerca-ra un hombre no debía despedirlo sino, al contrario, darle algunas esperanzas y permitirle acompañarla hasta la casa.
«Dejaba al acompañante delante de la puerta. Naturalmente, éste pedía información a la portera, y se enteraba de que era la dama de compañía de la esposa del doctor, por lo tanto el doctor veía afluir a su consulta toda clase de nuevos clientes que inventaban distintas enfer-medades con la secreta esperanza de un encuentro agradable…
»Mas, por lo que pude estudiar de la naturaleza de Vitvitskaia -dijo el príncipe con convicción—, nunca dejó de sentir en su subcons¬ciente repugnancia por esa vida, y sólo la necesidad la obligó a doblegarse.
»Un día que paseaba por la Nievsky, tratando de atraer la atención de posibles clientes para el doctor, se encontró por casualidad con su hermano menor, a quien no había visto desde hacía varios años.
»Estaba muy bien vestido, y daba la impresión de ser un hombre rico.
»Este encuentro con su hermano había sido como un rayo de sol en su vida insípida.
»Le dijo que se ocupaba de negocios en Odesa y también en el extranjero.
»Cuando supo la vida difícil que llevaba, le propuso que viniera a Odesa, donde conocía mucha gente y podría encontrarle una buena situación. Ella aceptó.
»Apenas llegó a Odesa, su hermano le encontró un empleo inte-resante con posibilidades para el futuro en una familia honorable: el de ama de llaves del cónsul de Rusia en Alejandría.
»A1 cabo de algunos días la presentó a un señor muy distinguido, que justamente iba a Alejandría, y aceptaba viajar con ella.
»Y así, un buen día ella se embarcó en compañía de ese respetable anciano.
»Ya sabe usted cómo terminó esto…»
El príncipe repitió que, según él, sólo las circunstancias y las tris¬tes condiciones de su vida familiar habían llevado a esa joven al borde

del precipicio. Su naturaleza no estaba dañada, y había en ella el ger¬men de cualidades excelentes.
Por lo tanto, había decidido intervenir en su vida y ponerla de nuevo en buen camino.
—Ante todo -concluyó el príncipe-, tengo que mandar a esta desdichada con mi hermana, en mi propiedad del distrito de Tambov, para que allí tenga un descanso completo; luego, veremos…
Conociendo el idealismo y la bondad del príncipe, me sentía escéptico en cuanto a su empresa, y pensaba que en el presente caso sus esfuerzos quizá fueran vanos. Me decía: «Todo lo que cae de la carreta está perdido».
Aun antes de ver a Vitvitskaia, no sé por qué, sentía una especie de odio hacia ella; pero como no podía responder al príncipe con un rechazo, acepté, muy a mi pesar, acompañar a esa «mujer de nada».
Algunos días después, cuando nos embarcábamos, la vi por pri-mera vez.
Era morena, bastante alta, muy bella y bien formada. Tenía ojos bondadosos y honrados que a veces se tornaban diabólicamente astu¬tos. Creo que la Thais de la historia debió de ser de un tipo semejante al de ella.
Cuando la vi, un doble sentimiento surgió en mí; a veces le tenía odio, y otras veces, compasión.
Así pues, la llevé al distrito de Tambov.
Ella vivió largo tiempo con la hermana del príncipe, que le cobró mucha amistad y la llevaba al extranjero por largas temporadas, sobre todo a Italia.
Poco a poco, por el contacto con el príncipe y su hermana, se inte-resó en sus ideas, que llegaron a ser parte integrante de su esencia. Se puso a trabajar sobre sí misma con convicción, y todo el que la veía, aunque sólo fuese una vez, podía sentir los efectos de ese trabajo.
Después que la acompañé a Rusia estuve mucho tiempo sin verla. No la vi sino cuatro años más tarde, cuando la encontré por casualidad en Italia, con la hermana del príncipe Yuri Liubovedsky, en circuns-tancias de las más originales.
Siempre persiguiendo mi meta, un día llegué a Roma; como se me terminaba el dinero, seguí el consejo de dos jóvenes aisores a quienes apenas conocía, y con su ayuda, me instalé como limpiabotas en una acera…
Hay que decir que al principio mis negocios no eran brillantes. De modo que, a fin de aumentar mis ingresos, decidí dar a ese oficio un aire nuevo, fuera de lo vulgar.

Mandé hacer una butaca especial, bajo la cual alojé un fonógrafo Edison, invisible para los transeúntes. Desde fuera, sólo se veía un tubo de goma provisto de auriculares dispuesto de tal manera que cuando un hombre se sentaba en la butaca, los auriculares se encontraban cerca de sus oídos. Sólo tenía que poner discretamente en marcha la máquina.
De modo que, mientras le limpiaba los zapatos, mi cliente podía oír La Marsellesa o cualquier gran aria de ópera.
Además, fijé al brazo derecho de la butaca una especie de bande¬ja sobre la cual puse un vaso, un jarro de agua, un poco de vermut y algunos periódicos ilustrados.
En vista de lo cual, mis negocios marcharon aceleradamente; ahora, eran las liras y no los centesimi los que caían. Los turistas jóve-nes y ricos eran particularmente generosos.
A mi alrededor siempre había un grupo de mirones. Esperaban turno para sentarse en la butaca donde, mientras les limpiaba los zapa-tos, se iban a deleitar con algo inédito, al paso que se exhibían delante de los idiotas vanidosos de su especie que vagaban por allí todo el santo día.
Entre el gentío que me rodeaba, observaba a menudo a una joven. Atraía mi atención porque me parecía conocerla bien, pero por falta de tiempo nunca la miraba detenidamente.
Un día, por casualidad, oí su voz. Estaba diciendo en ruso a la señora anciana que la acompañaba: «Apuesto a que es él», y eso me intrigó tanto que me libré como pude de mis clientes, fui directamente hacia ella y le pregunté en ruso:
—Dígame, por favor, ¿quién es usted? Me parece haberla visto en alguna parte…
—Sí —contestó—, soy aquella a quien usted odiaba otrora tan intensamente, que las pobres moscas que se encontraban en el campo de vibraciones de su odio caían muertas.
»Si recuerda usted al príncipe Liubovedsky, quizá recuerde tam-bién a la desdichada a quien acompañó de Constantinopla a Rusia.»
En seguida la reconocí, como también a la señora mayor que esta-ba a su lado, la hermana del príncipe.
A partir de ese día, hasta su salida para Montecarlo, pasé todas mis veladas con ellas, en su hotel.
Un año y medio después de este encuentro, vino con el profesor Skridlov al lugar de reunión de una de nuestras grandes expediciones, y desde ese entonces participó en todas las excursiones de nuestro grupo errante.

Para dar una muestra característica del mundo interior de Vitvitskaia -esa mujer que estuvo al borde de la ruina moral, pero que gracias a los hombres de calidad que tuvo la suerte de encontrar en el camino de su vida llegó a ser tal que hubiera podido, tengo la osadía de decirlo, servir de ideal a toda mujer— me bastará un ejemplo:
Le apasionaba la ciencia de la música. Y la conversación que tuvi-mos, ella y yo, en una de nuestras expediciones, demostrará con qué seriedad consideraba esta ciencia.
Al atravesar el centro del Turquestán, obtuvimos permiso, gracias a recomendaciones eficaces, para visitar un monasterio muy cerrado al público, donde pasamos tres días.
En la mañana de nuestra salida, apareció Vitvitskaia pálida como la muerte, llevando su brazo en cabestrillo. No pudo montar sola sobre su caballo, y tuve que ayudarla con un compañero.
Cuando la caravana partió, llevé a mi caballo al lado del suyo, un poco atrás de los demás.
Quería enterarme de lo que había pasado, y la acosé a preguntas.
Pensaba que quizá uno de nuestros compañeros se habría com-portado como un animal y habría osado faltarle al respeto, a ella, una mujer a quien todos mirábamos como una santa, y anhelaba descubrir quién era ese cobarde, para matarlo allí mismo como a un vulgar per-digón, sin ni siquiera bajar de mi caballo.
A mis preguntas, Vitvitskaia contestó por fin que su estado se debía sólo a esa «maldita música», y me preguntó si recordaba la músi¬ca de la antevíspera.
¿Si la recordaba? Veía aún a todos, sentados en un rincón del monasterio, casi sollozando al escuchar la música monótona que ejecu-taban los hermanos en una de sus ceremonias. Después habíamos discu-tido largamente, sin que nadie pudiera explicar lo que había sucedido.
Después de un momento de silencio, Vitvitskaia, por propio impulso, volvió a hablar. Lo que dijo sobre el origen de su extraño esta-do tomó la forma de un relato.
No sé si el paisaje que nos rodeaba era particularmente admirable aquella mañana o si era por otra razón, pero lo que entonces me dijo con punzante sinceridad lo recuerdo hoy casi palabra por palabra, des-pués de tantos y tantos años. Cada una de sus palabras se grabó con tal fuerza en mi cerebro, que me parece oírla aún en este momento.
Empezó así:
—No recuerdo si cuando era muy joven algo en la música me tocaba interiormente, pero recuerdo muy bien cómo razonaba en¬tonces sobre el particular.

»Como todo el mundo, temía no parecer inteligente, y cuando alababa o criticaba alguna pieza, lo hacía únicamente con mi cabeza. Aun cuando la música que oyera me fuera del todo indiferente, cuan¬do se me pedía mi opinión, me declaraba, según las circunstancias, en pro o en contra.
»A veces, cuando todos se deshacían en elogios, tomaba el parti¬do inverso, utilizando cuantas palabras técnicas conocía, a fin de que la gente pensara que no era una persona cualquiera sino una persona instruida, capaz de juzgarlo todo. Otras veces hacía coro con los demás para condenar la pieza pensando que, ya que la criticaban, había segu-ramente en ella algo que ignoraba pero que había que criticar.
»Por el contrario, si la aprobaba, era diciéndome que el autor, fuera quien fuera, puesto que su profesión era componer música, no la hubiera hecho pública si la pieza no lo hubiese merecido.
»En una palabra, nunca fui sincera para conmigo misma ni para con los demás, en el elogio o en la crítica, sin, por otra parte, sentir ningún remordimiento de conciencia.
»Más tarde, cuando la vieja hermana del príncipe Liubovedsky me tomó bajo el ala, me convenció de que estudiara el piano, pues para ella toda mujer inteligente y de buena educación debía tocar dicho ins-trumento.
»Para complacer a la querida anciana, me consagré por entero al estudio del piano. Al cabo de seis meses tocaba ya lo bastante bien como para que me invitaran a participar en un concierto de benefi-cencia, y todos los amigos que asistieron a él me colmaron de elogios, extasiándose con mi «talento».
»Un día, cuando acabé de tocar, la querida anciana se sentó a mi lado y me dijo con mucha seriedad y solemnidad que ya que Dios me había concedido un don semejante, sería un gran pecado descuidarlo y no permitirle desarrollarse por completo. Añadió que ya que había empezado a aprender música, tenía que llegar a conocerla a fondo, para no tocar como cualquier María Ivanovna. Me aconsejaba pues estudiar ante todo la teoría de la música y aun, si fuera necesario, prepararme para los certámenes.
»A partir de ese día hizo traer toda clase de obras sobre música, y hasta fue a Moscú a comprarme algunas. En poco tiempo las paredes de mi sala de estudio se llenaron de grandes librerías repletas de libros y obras musicales.
»Me entregué con fervor al estudio de la teoría de la música, no sólo porque deseaba complacer a mi benefactora, sino también porque

le había tomado gusto y mi interés por las leyes de la armonía aumen-taba día tras día.
»Sin embargo, los libros que tenía no podían darme nada, pues no explicaban lo que era realmente la música ni cómo se habían consti¬tuido sus leyes. En cambio, en cada página se encontraban la misma clase de indicaciones: que nuestra octava tiene siete notas pero que la de los antiguos chinos tenía sólo cinco; que entre los antiguos egipcios se llamaba tebuni al arpa y mem a la flauta; que las antiguas melodías griegas estaban construidas sobre modos variados, jónico, frigio, dóri¬co y otros; que en el siglo IX hizo su aparición la polifonía y tuvo efec¬tos tan catastróficos que hasta se citaban casos de nacimientos prema¬turos por haber recibido la madre un choque al oír esta nueva música en el órgano de la iglesia; que en el siglo XI, cierto monje, Guido de Arezzo, inventó el solfeo, etc. En los libros trataban, más que nada, de músicos célebres y de sus carreras. Hasta llegaban a describir las corba¬tas y los anteojos que llevaban los compositores más famosos. Pero en cuanto a la esencia misma de la música y a la influencia que ejerce sobre el psiquismo de los hombres, ni una sola palabra.
»Pasé un año entero estudiando esa supuesta teoría de la música. Leí casi todos mis libros y llegué a la convicción definitiva de que esa literatura no me daría nada. Mas, como mi interés por la música no hacía sino crecer, renuncié a toda lectura y me sumergí en mis propios pensamientos.
»Un día, por fastidio, tomé de la biblioteca del príncipe un libro titulado El mundo de las vibraciones que dio una orientación bien defi-nida a mis reflexiones sobre la música. El autor de aquella obra no era músico, y hasta era evidente que no se interesaba por la música. Era ingeniero y matemático. En un pasaje de su libro aludía a la música, pero sencillamente a título de ejemplo, para explicar las vibraciones. Decía que los sonidos musicales contienen ciertas vibraciones que actúan necesariamente en el hombre sobre ciertas vibraciones corres-pondientes, y he aquí la razón por la cual al hombre le gusta o no le gusta tal o cual música. Lo comprendí al instante y me encontré muy de acuerdo con las hipótesis del ingeniero.
»Desde entonces todos mis pensamientos se vieron encaminados en esa dirección, y cuando hablaba con la hermana del príncipe siem¬pre me esforzaba por llevar la conversación sobre la música y su signi-ficado real, tanto que ella también se interesó en el asunto. Lo discutía-mos juntas y hacíamos experimentos.
»La hermana del príncipe hasta compró especialmente para este fin varios gatos, algunos perros y otros animales.

»A veces invitábamos a las sesiones a algunos de los criados; les dábamos té y durante horas enteras yo tocaba el piano.
»Las primeras veces, no obtuvimos ningún resultado, pero un día hicimos venir a cinco de nuestros criados y diez compañeros de la aldea que en un tiempo había pertenecido al príncipe, la mitad de ellos se durmió, al oírme tocar un vals compuesto por mí.
«Repetimos este experimento varias veces y cada vez aumentaba el número de los durmientes. Pero a pesar de las tentativas que hicimos mi vieja amiga y yo para componer, según los principios más diversos, una música capaz de producir otros efectos sobre los oyentes, no logra¬mos nunca otra cosa que dormirlos.
»A fuerza de trabajar y de pensar incesantemente en la música, ter-miné por cansarme y adelgazar hasta tal punto, que un día, al darse cuen¬ta del estado en que me hallaba, mi benefactora tuvo miedo, y aconseja¬da por uno de nuestros amigos, se apresuró a llevarme al extranjero.
»Salimos para Italia. Allá, en poder de otras impresiones, poco a poco me restablecí. Sólo cinco años más tarde, después de asistir a los experimentos de los Hermanos Monopsiquistas, durante el viaje que hice con usted por el Pamir y Afganistán, empecé nuevamente a refle-xionar sobre el poder de la música, pero sin tanta pasión como antes.
»Luego, cada vez que recordaba mi primera tentativa me reía de nuestra ingenuidad de entonces y del significado que dábamos al sueño de nuestros invitados. No se nos ocurrió la idea de que estos hombres se dormían con gusto, simplemente porque habían tomado la costum¬bre de sentirse como en su propia casa, y les era agradable, tras un largo día de trabajo, comer bien, beberse una copita de vodka, ofrecida por la buena anciana, e instalarse luego en cómodas butacas.
«Después de nuestra visita a los Hermanos Monopsiquistas, volví a Rusia y, recordando sus explicaciones, reanudé mis investigaciones.
»Como lo aconsejaban los Hermanos, determiné el la absoluto en conformidad con la presión atmosférica tomada en el lugar mismo de estos experimentos, y afiné mi piano tomando en cuenta las dimensio-nes de la habitación. Por otra parte, escogí para mis ensayos sujetos que ya habían sido expuestos muchas veces a las impresiones de ciertos acordes. Por fin, tomé en consideración el carácter del lugar y la raza a la que pertenecía cada uno de los asistentes.
»Sin embargo, no obtenía resultados: mejor dicho, no lograba, apoyándome en una sola y misma melodía, despertar un sentimiento igual en todos los oyentes.
»Sin duda, cuando éstos respondían exactamente a las condi¬ciones necesarias, podía suscitar en ellos, a mi antojo, la risa o el llanto,

la maldad o la bondad, y así sucesivamente. Pero en los hombres de raza mezclada, o cuando el psiquismo de un sujeto salía algo de lo común, las reacciones diferían de nuevo, y fuesen cuales fueren mis esfuerzos, no podía lograr hacer aparecer en todos sin excepción, con ayuda de una sola y misma música, el humor que deseaba. Así pues, abandoné una vez más mis investigaciones, creyendo que podía consi-derarme satisfecha con los resultados que había obtenido.
»Pero he aquí que anteayer esa música casi sin melodía suscitó el mismo estado en todos nosotros, que pertenecemos a razas y a nacio-nalidades del todo diferentes, y hasta de carácter, tipo, costumbres y temperamentos opuestos. Explicar el hecho con el «sentimiento de rebaño» no viene al caso, puesto que según nos lo han demostrado experimentos recientes no existe ese sentimiento en ninguno de nues¬tros compañeros, gracias al trabajo que han logrado hacer sobre sí mis¬mos. En suma, no había anteayer nada que pudiera provocar ese fenó¬meno, o que pudiera explicarlo. Pero después de la música, cuando volví a mi habitación, se despertó en mí el intenso deseo de conocer la causa real de este enigma que había representado para mí, durante tanto tiempo, un rompecabezas.
»No pude dormir en toda la noche, tanto me atormentaba la necesidad de comprender lo que eso podría significar; y no paré de interrogarme todo el día siguiente.
»Hasta perdí el apetito: no he comido ni bebido nada. Y esta mañana era tan grande mi desesperación, que de rabia o agotamiento, o no sé por qué otra razón, me mordí un dedo sin darme cuenta, con tanta fuerza que casi me lo arranqué de la mano; por eso tengo el brazo en cabestrillo. Me duele tanto que apenas puedo sostenerme en el caballo».
Su relato me conmovió mucho. Con todo corazón deseaba ayu-darla. Así, le relaté un fenómeno extraordinario, que había presenciado por casualidad el año anterior y que se relacionaba igualmente con la música.
Le detallé cómo, gracias a una carta de recomendación de un hombre de gran valor, el Padre Evlissi, que había sido mi maestro en la niñez, me habían admitido los Esenios, casi todos israelitas, que al son de antigua música y cánticos hebreos habían hecho crecer plantas en un espacio de media hora. Y le describí cómo habían procedido. Mi relato la cautivó hasta tal punto que sus mejillas se arrebolaron. Como resultado de nuestra conversación, decidimos instalarnos, al regresar a Rusia, en alguna ciudad donde pudiéramos, sin que nadie nos moles-tase, entregarnos seriamente a hacer experimentos con la música.

Durante el resto del viaje, Vitvitskaia, ya vuelta en sí, siguió sien¬do para nosotros la de siempre. Trepaba a las rocas, a pesar de su dedo herido, con más agilidad que todos los otros y podía distinguir casi a veinte kilómetros de distancia los monumentos que servían de punto de referencia.
Vitvitskaia murió en Rusia; se había resfriado durante un viaje en trineo por el Volga.
La enterraron en Samara. Estaba allí en el momento de su muer¬te, porque cuando cayó enferma me llamaron a Tachkent.
Cuando la recuerdo, ahora que pasé el cabo de la primera mitad de mi vida, que visité casi todos los países del mundo, y me acerqué a miles y miles de mujeres, debo reconocer que jamás encontré ninguna como ella, y no cabe duda de que nunca habré de encontrarla.
Volviendo al mayor de mis compañeros, el amigo de mi esencia, el príncipe Liubovedsky, diré que se fue de Constantinopla poco des¬pués de mi propia partida y que no volví a verlo durante varios años.
Sin embargo, recibía cartas suyas periódicamente y siempre sabía más o menos dónde se encontraba y cuál era en aquel momento el interés predominante de su vida.
Se dirigió primeramente a la isla de Ceilán, luego emprendió una expedición para remontar el curso del Indo hasta su origen. Más tarde me siguió escribiendo ora de Afganistán, o de Beluchistán, o de Kafiristán. Luego nuestra correspondencia se interrumpió brus¬camente, y no oí hablar más de él.
Por último, me convencí de que había perecido en uno de sus via-jes, y poco a poco me había acostumbrado a la idea de haber perdido para siempre al hombre más cercano a mí, cuando volví a encontrarlo de manera inesperada, en el corazón mismo de Asia, en circunstancias excepcionales.
Para situar mejor mi último encuentro con aquel que, según mi opi-nión, representa en las condiciones de vida actuales un ideal digno de ser presentado a los hombres, necesito una vez más interrumpir mi relato para hablar de un tal Solovief, que fue también uno de mis compañeros.
Solovief se hizo experto en medicina oriental, y más particular-mente en medicina tibetana; fue también el primer especialista del mundo en materia de opio y de hachís, cuya influencia sobre el orga-nismo y el psiquismo del hombre él conocía a fondo.
Sucedió que mi último encuentro con Yuri Liubovedsky ocurrió durante un viaje que hice por el Asia Central con Solovief.