TRACOLL-EL SONIDO DE GURDJIEFF.
En el instante mismo la llamada de la búsqueda resuena en él y la esperanza nace en su corazón. ¡Pero desgraciado de él si se cree a salvo en adelante! La visión no dura -quizás no está hecha para durar- y se encuentra con la impresión vertiginosa de zozobrar una vez más en el torbellino irreversible de sus propias contradicciones. Sintiéndose perdido, puede perderse aún más en su búsqueda por reencontrarse; experimentando su ceguera, puede acrecentarla esforzándose por ver; tomando conciencia de su esclavitud, puede dejarse encadenar más estrechamente aún por su búsqueda de libertad. Hasta que de pronto se despierta de nuevo, y todo el proceso vuelve a comenzar. A la larga, de esfuerzo en esfuerzo y de fracaso en fracaso, puede que consiga al fin reencontrarse para asumir el papel preciso que le corresponde en este drama desconcertante.
Cada vez que un hombre se despierta y recuerda su meta, al mismo tiempo que a este milagro efímero, él se despierta a un enigma insoluble. Se da cuenta por momentos de que a fin de despertarse estaba condenado al sueño, de que a fin de recordarse estaba condenado al olvido. Tal es la ley de esta situación equívoca: sin sueño no hay despertar, sin olvido no hay recuerdo. Desde entonces, si se obstina en buscar lo que está más allá de la ambivalencia, descubrirá lo que no era más que otro fantasma. De hecho hay, y siempre ha habido, una secreta continuidad en su ser, que está en parte reflejada en la estructura inmodificable de su cuerpo y la actividad cíclica de sus funciones. Pero en un mundo de energías en perpetuo movimiento, una continuidad tan relativa no puede ser nunca asimilada la inmutabilidad. La ley de la existencia humana es: devenir o morir. Si un hombre debiera permanecer para siempre inmóvil y fundirse en la eternidad, su presencia sobre la tierra casi no tendría sentido ya.
Tal es la verdadera condición humana: su aceptación lúcida y total se revela indispensable. Sólo ella puede ayudar al verdadero buscador a reafirmar su determinación interior. Debe estar dispuesto a adaptarse a una realidad constantemente cambiante, dispuesto a acomodarse a la ley de la alternancia y de los vuelcos sucesivos del destino, dispuesto a conformarse a todo lo que pueda presentarse de favorable o de hostil, dispuesto a rechazar todo deseo ilusorio y a no contar con resultado ni recompensa. Tarde o temprano deberá intentar no solamente aceptar los riesgos, sino responder al desafío con conocimiento de causa y exponerse él mismo al peligro. Es solamente entonces cuando responderá verdaderamente a la llamada. Lejos de abjurar de las revelaciones recibidas a través de enseñanzas que ha podido encontrar anteriormente, tratará de “verificarlas” -es decir, experimentarlas como verdades para él mismo, aquí y ahora. Una participación consciente en lo que para él es la evidencia misma, tal es la meta de aquel que busca sinceramente: meta tan próxima y al mismo tiempo tan lejana, meta que le es continuamente ofrecida y continuamente retirada- y eso a fin de que pueda continuar buscando. Para un hombre, buscar es una tarea sagrada, que se sitúa mucho más allá de sus esperanzas y de sus gustos personales. Si él le da su asentimiento y si se esfuerza con perseverancia por cumplirla, experimentará que su búsqueda corresponde verdaderamente a la vez a sus necesidades esenciales y a sus capacidades propias.
Paciencia -mucha paciencia. Aguante y determinación, vigilancia y prontitud, disponibilidad y flexibilidad consciente: todas estas cualidades le son indispensables. Quizás llegará un momento en que se dará cuenta de que para desarrollar sus posibilidades latentes tiene necesidad de un guía y de un apoyo. Liberado de toda pretensión de ser “alguien que sabe”, se pondrá deliberadamente bajo la autoridad de un Maestro. ¿Para recibir su enseñanza y seguir sus directrices? Sí, y lo que es más, para recibir y estudiar la manera en que el Maestro se comporta en la vida y con los demás, para observar cómo transmite su comprensión por su propia conducta y por el tono de su voz, y finalmente para ser capaz de recibir plenamente su mirada silenciosa. Sometiéndose a tal aprendizaje el buscador se libera progresivamente de sus prejuicios y se hace sensible a una multitud de manifestaciones o testimonios de búsqueda donde quiera que los encuentre -y esto cualquiera que sean las aparentes contradicciones que descubra entre sus respectivas formas- pues sabrá reconocer que todas se refieren a ese mismo desconocido al que él mismo se siente ligado. Dicho esto, se puede preguntar por qué el elocuente dibujo de Sengaï ha sido elegido como motivo para este libro 2. ¿Esta pintura zen no parece como un gesto de desembocadura a la que debió ser para el artista la búsqueda de toda una vida? No podemos dejar de representarnos a Sengaï preparándose, meditando horas en una calma perfecta; después, una vez la tinta lentamente removida y diluida con cuidado, el pincel que se levanta, queda un momento suspendido en el aire como un águila observando su presa, y de un solo golpe he aquí: círculo, triángulo, cuadrado. ¿Pero qué especie de geómetra es entonces este hombre? ¡Mirad un poco su “cuadrado”! ¡La imprecisión de las líneas, la palidez de la tinta!Pero con toda evidencia Sengaï no le importa, la preocupación ordinaria de exactitud no es de su competencia. Con toda evidencia él está más interesado por la relación interna entre los tres símbolos, y por la manera en la que se engendran uno a otro. Su sucesión es en sí misma un enigma. Si le prestamos atención, comprendemos que el movimiento se desarrolla naturalmente de derecha a izquierda. Siguiendo el trazo del pincel cerramos el círculo, lo abandonamos por el triángulo y finalmente desaparecemos en el último toque del cuadrado. Para nosotros, aceptar esta interpretación del orden de sucesión puede resultar difícil, pues según nuestro sistema occidental de asociaciones nosotros lo vemos automáticamente desarrollarse de izquierda a derecha… Así es como nosotros estamos habituados a “leer” las cosas, a progresar hacia el punto final y el cierre del círculo. Existen de hecho indicaciones pertinentes sobre la intención probable de Sengaï. El profesor D.T. Suzuki, eminente autoridad en materia de budismo Zen, propone esta interpretación: el circulo representa lo “sin forma”, la vacuidad, el vacío donde no hay aún ninguna separación entre la luz y las tinieblas; el triángulo evoca el nacimiento de la forma a partir de lo “sin forma”; y el cuadrado, combinación de dos triángulos opuestos, representa la multiplicidad de las apariencias. Del Uno sin límites a la inagotable variedad de formas en las que se divide, del secreto de la Esencia a la Manifestación siempre proliferante, tal es el misterio de la Creación involutiva. ¿Pero debemos verdaderamente contentarnos con la visión maravillosamente concisa de Suzuki como la única digna de fe? A menos que por esta aquiescencia demasiado fácil no traicionemos a la vez, en un sentido, la pintura y la interpretación. Más valdría mantener nuestro espíritu abierto al flujo de las sugestiones venidas de otras fuentes, por ejemplo a la cuadratura del círculo de los alquimistas, o incluso a aquellas que pueden surgir de nuestras profundidades más íntimas, guardándonos de sucumbir a la seducción de ninguna de ellas.
¿Estamos dispuestos ahora a superar la peligrosa fascinación de las contradicciones aparentes? Reflexionemos en el orden que ha sido adoptado para las tres partes de Búsqueda y en la manera en que han sido concebidas para armonizarse a la composición de izquierda a derecha del motivo. Aquí, de nuevo, la ley de alternancia se nos impone, pues es tiempo ahora de remontar a la fuente. Exiliados sobre este lejano pequeño planeta donde nuestra única opción posible de supervivencia exige las defensas protectoras de la estabilidad material -cuadrado-, debemos hacer laboriosos esfuerzos para encontrar orientación, ayuda y método -triángulo-, hasta el momento en que estemos dispuestos para la última búsqueda: el retorno al origen, al comienzo -círculo-, de donde… pero esta es otra historia -o, mejor dicho, la misma historia siempre recomenzada. El buscador nato no puede escapar al laberinto. Quizás comprenderá que él mismo es el laberinto y que ninguno de los fracasos, ninguna de las “respuestas” que se presentan a lo largo del camino lo detendrán jamás en su progreso hacia el centro de su propio misterio. Lejos de intentar sustraerse al desafío cultivará la esperanza de llegar a ser cada vez más capaz de responder a él: sólo esto dará un sentido a su búsqueda.